a Jorge Aulicino
Quizá lo que sucede
es que la realidad
se agigantó, y copiamos
en versiones sin vuelo
eso que nos rodea:
ya la imaginación
se retiró. La pobre
poesía agoniza
porque sabemos mucho:
lo que temía Nietzsche.
Somos tan sólo sombras
desprovistas de magia,
malditos anodinos.
Alguien dijo de mí
que soy feliz. Que siempre
ando sonriendo, con
una palabra amable
para todos. No habrá
registrado la forma
en que destilo hiel
a veces en el Facebook.
No habrá sentido tus
gritos cuando peleamos.
Dos estrellas de cinco
puntas trazaste, casi
sin pensarlo, en el dorso
de mi mano con una
lapicera color
azul. Te dejé hacer
esta vuelta y ahora,
mientras vos descansás
en tu cama y yo leo
Butor, las miro. Tanto
como ese dúctil pase,
reconforta el saberte
de mi lado. No causa
y efecto esos dos núcleos,
sino el modo sutil
en que los dos anidan
uno en otro y se funden.
Se fascinan con una
flor que no tiene espinas
supuestamente. Parten
su tierno corazón
en dos mitades para
ofrecerlas al mundo.
Hablan de poesía
como si fuera un reino
absoluto. Se mienten.
(Y la Guerra prosigue,
real y poderosa.)
Te morís y ¿quién va
a publicar tus versos?
Pulirlos, ordenarlos
y, lo más importante,
ir con los gastos, ¿no?
Lo que queda es reunir,
cuando tengas sesenta
aproximadamente,
lo que hasta ahí escribiste
y hacer un libro gordo
con todo ese amarroque.
Casi como un conjuro
contra el fatal olvido.
Los autos ya comienzan
a circular: la noche
se desmenuza. Lo
que era incierto se tiñe
poco a poco de luz,
de un calor y un sentido.
La Aurora de rosáceos
dedos --la que devuelve
las cosas a su origen
más nítido-- retorna.
(La ambición se relame;
el músculo hablará.)
¿Quién lee todas esas
palabras que agregamos
pacientemente al mundo?
Denunciamos los males,
nos extasiamos con
una flor o reímos
incrédulos, y nada
parece detenerse,
parece vacilar
ante los movimientos
de nuestras almas; nada
ha cambiado en el mundo
con nuestros versos. Fútil
ilusión pretender
voz y voto en la toma
sin fin de decisiones.
Como un piolín tensado
que devuelve una nota
gravísima, tan grave
que no se puede oír...
Y buscando escucharla,
inhábil, lo cortaste.
Así mi alma, inerte
frente a tus peticiones.
El amor, que se gasta
como todas las cosas,
¿es una cosa? ¿Puedo
llevarlo en el bolsillo
para después tirarlo,
cuando moleste? ¿Puedo
decir que ya no sos
lo que me viene bien?
¿Puedo, luna, extirparte
de mi yo como un quiste?
¿Continuará la Guerra?
¿Quién responde? Mirala:
es un flash que te sigue
un instante; después
se transfigura. Porque
lo ves en una fría
pantalla, y sólo es ese
ratito. Y es que todo
es un show epiléptico,
una descarga tan
de a dosis... ¿Continúan
cayendo bombas? Nadie
responde. Nadie, así,
ha muerto, no hay heridos.
Dos billetes de dos
me señalan la página
ciento noventa y cinco
de una novela cuyo
título no interesa.
Dos billetes roñosos
que ahora son papel
sin valor monetario,
con la cara de Mitre,
que bien se entretenía
con Dante, entre otras cosas
mucho menos loables.
(Un pucho suelto está
a cinco pesos; una
obra completa duele
término medio mil.)
Y mi madre ¿qué hacía
en los almuerzos? Cruda
mi rabia contra el hombre
que le daba la espalda
a la tele --así yo,
al cabo de los años--,
recién hoy me doy cuenta
de que en la desmemoria
no la veo. Sirviendo
la comida (las partes
iguales para todos)
y borrando su ser,
quizá pidiendo por
una armonía nunca
alcanzada. ¡Qué hundido
me vi por el flagelo
de andar sin caridad!
¿Llegaré a los cincuenta?
¿Se cubrirá de canas
mi cabeza del todo?
¿Tendré un hijo? ¿Estarás
allí cuando se apaguen
mis ojos y se torne
ventolina este mundo
hacia la nada? ¿Quién
responderá a estas cosas?
Apago el cigarrillo,
te miro para verte.
"¿Qué es una mala peli?"
"Un todo incoherente
en su armazón. Podés
rescatar partecitas
que más o menos zafen,
pero el todo hace agua
en su conjunto." "Entonces
no te gustó." "Digamos
que si te portás mal
te hago verla completa
y que me la analices."
Ya desde muy pequeños
agarramos a veces
el dedo de un mayor
y reímos, a veces
el borde de un escote
y tiramos en busca
de más leche materna.
Estos días me asombro
al sostener un vaso,
al sentir cómo el vidrio
y la mano se alcanzan
mutuamente en sus límites,
pero también me asombro
cuando tomo la tuya.
Estas cosas la explican
gente como Vygotski,
me señalás. Yo sé
--¡fontana inagotable!--
que no es Ciencia, es vivir.
.
Soñé otra vez con muertos,
con un entierro pobre.
Una trans componía
una ofrenda floral
mientras lloraba. Todo
parecía ser indio,
autóctono. Llegaba
carta con lo que fuera
una composición
musical, partituras
a mano. "Son los vivos
los que lloran; los muertos
ya no": mi prima, adrede,
se hacía la ominosa.
No tenés que tomarme
en serio, amor; no todo
el tiempo. Digo cosas
que son las mías. ¡Vaya
a saber si en tu dulce
corazón no se vuelven
indigeribles! Porque
además vos tenés
las tuyas propias. No
ahoguen mis principios
tus visiones. Los gustos
nunca son la Verdad,
y ésta es una bandida.
Nos llenamos la boca
con el país: nos infla
una Argentina de hule,
apta para esgrimir,
puñal, los argumentos
más facciosos y falsos.
Chicle de nueve letras,
lo escupimos sin más
a la hora de los postres,
y una voz que se apiada
nos perdona de a uno:
"ignorante; ignorante..."
Y la Guerra siguió.
Y no nos enteramos
porque los noticieros
trataban otros temas.
¿Qué hicimos con las lágrimas?
Adorar la Pelota
de la tevé mundial
y ser parte del circo.
Sopla el viento y agita
el mandarino. Cae
--y hacia el futuro se hunde--
un fruto, que se estrella
contra la tierra fértil.
Eso nomás. La noche
es aliada del tiempo
y permite que medre
la vida como el toro
asentado que muge
como si aún fuera virgen.
Noche de las lechuzas:
curá mi colección
de dolores de otrora,
en que tanto persisto.
El foquito apagado
y prendida la luz
del baño mientras canta
Annie Lennox y ronca
a tu lado la luna.
(Las casas tienen mucho
de fortaleza, ¿no?
No estás a la intemperie
al menos; no te corre
la policía de
tu rincón, de tu vino,
del cartón que te aísla,
por las noches, del suelo.)
No hagas caso de mí,
de las cosas que digo.
Incrédulo, neurótico,
nada me viene bien.
Florecé más allá
de mi mufa. (Vos siempre
resplandecés haciendo
que me coma mi yo.)
Escucho Tribalistas
acá en casa, distante
de tu risa de azul.
Vos sabés: tengo mañas
de vieja veredera.
Más vos y menos yo.
Aquí está el de la Plaza,
con su casa hecha a base
de cartones. Lo miro
y no me mira. Gorra
de aguaitar bajo el sol,
perritos que alimenta
para la compañía
y toda la locura
que trae el abandono.
Aquí está el de la Plaza.
(En realidad son miles,
incluso hasta millones,
sobre la faz del mundo.)
Santiago, el del gorrito,
es un nombre que el curso
de los días, que corren
inexorablemente,
tapa cada vez más.
Algo pasó y se borra.
Nos quedamos con puras
frases que los que escupen
contra sus pobres huesos
trastocan, vilipendian.
Alguien murió en la vaga
frontera. El aborigen
somos nosotros. Naides
en nuestra propia estima,
nos siguen sojuzgando.
Los versos ya no alcanzan y está ronca la vida:
ha pronunciado todas las letras del insomnio.
Andan por la avenida los bultos del invierno,
medrosos y apurados como viejas cigüeñas.
(Del campanario inmóvil nada sé, y a estas horas
muy poco me dirían las palabras del ángelus.
Los frascos colocados delante de los libros
son un mejor altar, que el foquito define.)
Es una noche núbil. El paredón de enfrente
se enciende con las luces de los autos, se apaga.
Quiero estudiar la música de las cosas que caen
inevitablemente, lentísimas, azules.
Acomoda la cucha
pacientemente a un lado
y al otro, y se reclina,
satisfecho y seguro.
Cierra los ojos pero
no las orejas ante
la noche numerosa
de crujidos a ciegas.
¿Escucha el discurrir
de mi lápiz, renglón
tras renglón que pretenden
dar cuenta de su pose?
Él sabe del metrónomo
de esta escritura en marcha.
Lo que lo tiene en vilo
no soy yo: es el umbral.
A veces los poetas
escriben acertijos
sin solución y lanzan
su desafío al mundo.
A veces las mañanas
brillan sin pretenderlo
y tienen un perfume
que siempre anhelarás.
Crece la palta al fondo,
en el patio de tierra,
bajo la luz de junio,
bajo un cielo sin manchas.
La ropa está tendida.
Ya casi seca, salvo
un pulóver bordó
disimula en la tarde.
Aire fiel. Las volutas
se alejan lentamente
y se deshacen. Quieto
el ánimo; apacible.
En su rincón están los jubilados.
Aguantan malamente
las penas del invierno, con el mate
y con la radio de
esperar a que el tiempo se componga,
y mientras tanto buscan
en una lata con botones esa
foto ajada que diga
que fueron chicos hace mucho, mucho...
Irán luego a la Plaza
y mirarán palomas y camiones
que vienen y se van
y que hablan del olvido.
Porque no es que tengamos
la razón, aunque el otro
diga lo más opuesto
a lo nuestro. (Palabras
en parte compartidas,
en parte desafiantes,
y ese tono de voz,
que pese a todo crece.)
Callar no es consentir
a las afirmaciones
del otro. (En la negrura
de esas calles del frío
sos nadie.) Como noria
nos lleva la verdad,
meta del para qué.
Una vez más me veo
reflejado en el vidrio.
Todas las aventuras
de los libros se funden
en el ayer, nosotros
de regreso. ¿Qué puede
contar Ulises? Varios
son los pasos que llevan
al lector de una a otra
comarca, pero siempre
finalizan en donde
empezaron: la silla,
y la mesa, y el mate,
y una luz que las páginas
de Borges guardarán.
El mundo se derrumba,
seguro, pero no
llega ni una noticia
aquí al respecto. Late
la noche como un oso
que aguardara el verano,
que al cabo llega. Late
la luz de ese foquito
muy despacito, siervo
de la escritura. Late
la vida sin hacer
demasiada alharaca.
El mundo se derrumba
de siempre en el azul.
Ya ves, amor, que todo se desliza
hacia rincones tristes, y que cada
día hay que renovar --cosa que el sueño
facilita-- la tímida y no obstante
irremplazable lanza de avanzar
que es la esperanza. Sí, como una lucha
un poco te describo que es el arduo
empeño de vivir. Pero volvés
a recordar, y la mañana, tersa
y remozada, te devuelve a un grácil
estado: despertás como si en otra
ribera te asomaras, o bien como
si todo fuera una vez más posible.
Prendo una vela (viste,
al final terminamos
haciendo lo que todos)
y ruego que te pongas
de nuevo bien. La falta
de costumbre me encuentra
algo torpe en el trance;
vos sabrás comprender.
Ahí va mi corazón.
Hay uno que me mira
por detrás de mi rostro,
casi temiendo asir
el manuscrito. Irá,
si lo termino, a vos
y te dirá que aún
respiro. Porque muero
cuando mi labio calla,
como en las ocasiones
en que no logro ver
qué sucede en el filo
de esa distancia tensa.
Amaneció. Moneda que, redonda,
cae muy lentamente sobre el plano
del mundo y de repente lo ilumina
todo por todas partes. Nuestro Sol
ya está pintando algunos edificios
desde la altura, y pronto las veredas
recibirán sus rayos. (Amanece
cada jornada en todas las Ciudades
y quizá también vuelva la esperanza,
al menos por un rato, que no es poco.)
¿Que qué es el mundo? Sangre cada día
que se derrama. Porque ¿qué otra cosa
es más urgente? "Hermanos contra hermanos",
sale decir. Pero ya no. Se quiebran
todas las ilusiones. No podemos
pensarlo todo, figurar el mundo
en una sola frase. Cada instante
pide una decisión. (Ahora escribo
con las ideas, pero si mañana
me pidieras limosna, vos, ignoto,
si me pidieras agua, ¿te daría?)
Me observo en el reflejo
traslúcido que forman
los rayos del foquito
contra el vidrio empañado
--o sólo es suciedad--
de la ventana. Calla
mi cuerpo, que se suelta
con lo que suena en los
parlantes. Quedo, muelle,
constato que disfruto
de volver a una noche
que es y que no es la misma.
Leo Petrarca, Dánae,
mientras vos en la pieza
soñás con algún íncubo
(se te escucha gemir),
y pienso que han pasado
los siglos --casi siete
desde su muerte-- y sin
embargo acometemos
la misma empresa: alzar
con apenas palabras
un altar a la chica
que, jade, nos gustó,
no importa si nos quiso.
Impotencia de hacer
poemas que conforman
sólo por ser sonoros.
Amigo: falta poco para que aquí amanezca
y, mientras tomo mates, pienso algunas palabras
que escribirte, deseoso de que te encuentren listo
para afrontar el nuevo día que ya se asoma.
(Camilo dormirá, como vos, como tu
señora, cuyo nombre ignoro. Couperin
transfigura la pieza en que me encuentro. Un poco
de Mastronardi vino bien en la soledad.)
¿Qué hacemos escribiendo cuando toda Argentina
--eso dicen-- se estrella, por su mal timonel,
contra una economía que nos vuelve más pobres?
Eso: escribimos: damos buenos días textuales
que se quieren gratuitos como los crisantemos,
porque, qué mejor cosa, confortan el espíritu.
a Carlos Rey
Me retaste a jugar
al ajedrez delante
de todo el Facebook. ("Facebook":
como quien dice el mundo.)
Retrocedí, aterrado:
hubieras advertido
que soy más bien mediocre,
como con los poemas.
Ya tengo suficiente
con esa humillación.
Es posible decir
cualquier cosa. No cuentan
la verdad, la moral
ni la belleza. Todo
puede ser formulado,
incluso lo peor.
Dios ha muerto. El desierto
se acrece a cada instante,
y hoy nos son permitidas
todas las perversiones.
Sólo hay que practicarlas.
Hace cosa de un mes
que no veo la tele.
El mundo seguirá
sorbiéndoles las tripas
a los desharrapados.
La guerra hará lo suyo
en Siria y otras partes
menos promocionadas.
Lo real, lo que cruje
--al menos esta noche--,
tiene formas un poco
más personales, no
con resplandor de épica
ni con huestes injustas
contra las que correr
o indignarse. La tele
arrastra nuestras horas
hacia escenarios míticos.
Hoy de nuevo sentí
palabras que en mi mente
se decían, muy suave
y escueto. Conocía
su raíz pero no
supe, como es usual,
por qué en ese momento
y no en otro se daban.
Suerte de escolopendras
que se asoman de pronto
en el suelo y se ocultan
y apenas se las ve,
son silbos de lo raro.
Trabajo así: escritura
contra estímulo. Capto
por ejemplo las formas
del silencio, que siempre
son diferentes, o
pongo música y sigo
mirando los objetos,
que hablan de una frontera
inabordable. (Sui
Generis se desmarca
ahora del no ser,
naciendo una vez más
de los parlantes. Mundo
o pasado común,
aún cercano: solo,
converso con mi joven,
que poco a poco se urde.)
"Llevar la vida el centro
del poema", te dice,
"como una llamarada
súbita." Se embelesa
con imágenes fuertes
que cree que realiza
al tirar esa frase.
Vos sabés que los modos
de tu verso conducen
a un escenario frío
en el que sin embargo
el cuadro es más real:
la vajilla, disímil,
y la mesa, pringosa.
Estás celosa, amor,
de mi pasado, pero
son ráfagas, las tuyas:
después me recibís
entre tus brazos. Ando
a veces como un buque
fantasma entre esas voces
de lo que fue, distantes,
diluidas, perdidas
en otras islas. Borra
tu cuerpo esos vestigios
de ecos con sólo ser
tal como ha sido siempre:
"prodigioso y desnudo",
como dice Spinetta.
para Yael
"Decís que te mantienen
y no es así. No puedo
ni oírlo. ¿Quién escribe
lo tuyo sino vos?
¿Quién ha leído, día
tras día, toneladas
de páginas de luz,
y de viajes, y adioses?
El sustento, la ropa,
la casa no moldean
tu ser." Indestructible
en mi debilidad,
me oculto en lo que digo,
amiga, me hago parte
de este paisaje gris.
¿Cómo puede una idea
absurda doblegarte
hasta la postración?
Me pedías ayuda
y yo sólo prestaba
atención a esa idea.
Palabras para qué
(y que chille mi psi):
si llegás a temblar
de nuevo por lo mismo,
abrazaré a tu niña
--reparo en que respire--
para después oírla
sin preconcepto alguno.
Encuentro un pelo tuyo
en el pulóver. Vos
estás en la cocina
ahora y escuchamos
una música triste.
Estás un poco aquí
y con un coliflor
allá --suena el cuchillo--
entre tus frías manos.
Te di mate tres veces;
quizá con ciertas magias
retocemos de nuevo.